Cuando el niño cumple su primer año de edad alcanza una madurez en sus funciones digestivas y metabólicas que le permite tolerar una alimentación variada, próxima a la del adulto, aunque habrá de adaptarse a sus necesidades energéticas que variarán en función de las características individuales.
En esta etapa de la vida las necesidades alimenticias están más ligadas a variables como la talla y la actividad física, que a otras como la edad y el peso del niño.
Durante el primer año de vida el niño triplica su peso y crece 25 centímetros. En el segundo año el proceso se atempera con un aumento de peso de 2.5 Kg y un crecimiento de 12 cm.
A partir del tercer año entra en una etapa de crecimiento estable que se extiende hasta el comienzo de la pubertad, en que nuevamente se acelera. En este periodo sob crece de 5 a 7 cm. al año.
Esta disminución progresiva en el ritmo de crecimiento va acompañada de una reducción de los requerimientos energéticos y por tanto de la ingestión de alimentos, en relación con el tamaño corporal, sobre todo si se compara al niño con el lactante.
Es importante recordar esto, pues muchos padres no entienden que su hijo tenga más edad y sin embargo su ingestión de comida no haya aumentado en la misma proporción.
Por otra parte casi todos los padres son muy dados a comparar a su hijo con los de los amigos, conocidos o familiares y pretenden que todos coman lo mismo y tengan el mismo tamaño.
Ello no es posible ya que cada niño tiene una actividad, una altura y una carga genética distinta, con la consecuencia de una diferente exigencia alimentaria.
El niño a diferencia del adulto, responde con apetito o saciedad ante señales de carácter exclusivamente interno y no de naturaleza extema, como puede ser el horario establecido de cada comida, o las características de cada plato.
Por ello a dicha edad resulta muy variable la cantidad de energía consumida entre una comida y otra, aunque la ingesta semanal se mantenga constante. En general una comida abundante se compensa con una escasa, a lo que los padres responden ha “comido bien” o lo ha hecho “mal”.
Pero debe entenderse que el apetito del niño puede variar a lo largo del día, e incluso entre unos días y otros.
La causa de estas oscilaciones pueden deberse a que haya comido en exceso, o haya picado chucherías entre horas; o a que tenga sueño, o a que se encuentre sobrestimulado o tal vez enfermo, aunque su padecimiento sea banal; o a que este tomando medicación, etc.
Otras veces son pequeños problemas psicológicos los causantes de estas oscilaciones en el apetito, como el inicio de la escolarización, el cambio de cuidadora o de los horarios familiares, el nacimiento de un hermano, etc.
Al finalizar la lactancia el niño quiere coger, tocar y probar todos los alimentos que comen los que te rodean.
Sin embargo, cuando llega aproximadamente a la edad de dos años y aumenta su autonomía, es usual que rechace los alimentos nuevos por temor a lo desconocido (neofobias) e incluso que a veces utilice la comida para llamar la atención, o para entablar una lucha de poder con sus padres.
A partir de los dos o tres años el niño comienza a manifestar preferencias y aversiones hacia algunos alimentos de forma cambiante, negándose incluso a tomar los que hasta ese momento le encantaban. Puede pasar de tomar tres yogures al día, a no querer ni verlos.
Es muy importante que los padres no lo interpreten como una pérdida de apetito cediendo a sus fobias, sino que deben darle un alimento equivalente al que rechaza, o prepararlo de forma distinta para, transcurrido un tiempo prudencial, volver a ofrecérselo.
Así se puede cambiar el yogur que tanto le gustaba por la leche, el queso, o la cuajada, o combinar aquel con diversas frutas, o utilizarlo como aderezo de ensaladas o pastas.
En cambio si en lugar de yogur le damos un bollo, porque le gusta más, y hacemos lo mismo con otros alimentos que vaya aborreciendo, le ocasionaremos un gran perjuicio, dado que quizá nunca más vuelva a probarlos, habiendo sido cambiados por otros que le pueden resultar menos convenientes nutricionalmente.
Dichas fobias van a verse influenciadas también por el medio sociocultural.
Durante la infancia se crean los hábitos alimentarios que después serán difíciles de modificar. Generalmente los niños de diez años ya tienen sus gustos definidos.
Casi todos tenemos un conocido oriundo de otro país y sabemos que aunque lleva viviendo varios años entre nosotros, continúa con las costumbres gastronómicas aprendidas en su medio de origen, ya que la facilidad del intercambio de alimentos, le permite cocinar sus platos típicos.
Los marroquíes afincados en nuestro país probarán nuestro cocido, la tortilla de patata o la paella, y tal vez les gusten, pero seguirán preparando de forma habitual, su cuscús, su cordero, etc.
Igualmente cuando nosotros nos trasladamos a vivir a cualquier otro lugar, intentamos seguir elaborando esas comidas a las que desde la infancia estamos habituados.